El honor perdido de los soldados franceses en Mexico (1862-1867)
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Entre 1862 y 1867, Francia envió a más de treinta mil soldados a miles de kilómetros de sus casas y les ordenó ocupar un país extraño extraño llamado México.
Eran soldados y obedecer sin cuestionar formaba parte de su trabajo, pero indudablemente el viaje a nuestro país, exótico para ellos, debió afectarlos de alguna manera… y sobre todo al ver que la agradecida recepción que les habían prometido no existió y tenían que enfrentarse a la resistencia de un sin numero de mexicanos. Al respecto, el reconocido historiador Jean Meyer escribio:
«Los oficiales, sin excepción, no se hacen ilusiones, consideran perfectamente normal la hostilidad de los mexicanos, se asombran más bien de la actitud contraria y entienden los altibajos de los sentimientos mexicanos a lo largo de los años. El 5 de febrero de 1864, el coronel Manèque señala que:
“los empresarios de origen francés se mostraron en general muy hostiles a la intervención: se trata del interés comercial, el menos confesable. Hemos encontrado contra nosotros únicamente el temor de comprometerse antes que nuestra superioridad militar fuese bien establecida. En ninguna parte las masas nos han sido hostiles”.
Oscar Lahalle nota (1863) con asombro el entusiasmo con que la capital recibe al ejército francés, así como le había sorprendido la alegría de la población de Cholula ante los vencedores de San Lorenzo. Con neutralidad apunta la hostilidad silenciosa de algunos pueblerinos que no ayudan a la tropa del general Castagny en su marcha hacia San Luis PotosÍ: también resalta el apoyo de los indios en la marcha sobre Oaxaca.
Sin extenderse en los comentarios, pinta la frialdad de Saltillo, la cordialidad de Monterrey. Nunca llega a decir como Grodvolle «somos unos intrusos» (30 de abril de 1865), ni como Loizilion (9 de junio de 1863) “el pueblo nos odia«. Pero el mismo Grodvolle, en otra ocasión había apuntado: “querían aplicarnos la ley del hielo, pero los franceses somos tan amables» (México, 8 de
julio de 1863).
El coronel del 7° regimiento de infantería escribe en su Journal de Marche «Las relaciones de los habitantes con nosotros eran buenas en apariencia, aunque, en el fondo, eran hostiles a la intervención». A la intervención, pero no a los franceses. “Generalmente nos presentaban buena cara y hasta fraternizaban con el soldado francés cuya alegría y espíritu apreciaban (…) En casi todas las ciudades con guarnición nuestra, el ejército y la población se agasajaban mutuamente. En Orizaba el 7° de Línea ofrece a los habitantes un baile de todo un día que fue luego devuelto por la población. En Durango, toda la guarnición, encabezada por el general Castagny, ofrece un gran baile y los habitantes lo devuelven con brÍo. El mismo general acostumbraba decir a sus oficiales: «Acuérdense que en este país la mejor manera para tener a los hombres es agradar a las mujeres».
En la tierra caliente de Veracruz y Tamaulipas eso no ocurrió nunca. El capitán de navío Henri Rivière señala que la vida fue excesivamente pesada para los «‘egipcios» [negros del Sudán]:
“Nadie les hablaba, nadie los recibía. Cuando caminaban por la calle. la gente los evitaba y cerraban la puerta de su casa. La aversión mexicana para nosotros se manifestaba con esas protestas silenciosas que uno puede. al principio, desdeñar. pero que terminan por perturbar y entristecer a la persona más indiferente. Nuestros marineros y soldados aguantaban, pero, cosa extraña, los «egipcios» se volvían nostálgicos y se morían”.
A fines de 1865, en Tlacotálpan:
“… los habitantes se separaban de nosotros. Los pocos que se dignaban a hablar nos decían: ‘ustedes nos abandonaron hace dos años. pese a sus promesas, y nos entregaron a la venganza de los liberales. Aun asÍ, la mayorÍa estaría con ustedes si no creyera que vosotros la volverÍan a abandonar. (…) Por eso nos mantenemos a un lado, esperando que los acontecimientos decidan».
EL HONOR PERDIDO
Ese problema acabó siendo la pesadilla de los oficiales superiores. El general Brincourt, especialista en la contraguerrilla indígena. desde Puebla (1862) hasta Chihuahua (1866), señala en muchas ocasiones que:
«los indios terminan por considerarnos como sus amigos, fraternizan con nuestros soldados y los llenan de aguardiente (en español el original)’* (Córdova, 10 de diciembre de 1862). El 5 de septiembre de 1865 escribe, desde Chihuahua que: Los asuntos de mi gobierno no pueden ir mejor. La confianza renace, la agricultura, el comercio, la industria están en pleno auge, las carreteras permanecen seguras, gracias a los indios de la sierra que me quitan a las pandillas”.
Precisamente porque ha ganado y comprometido a la población, no admite la retirada que le ordena el alto mando y presenta su renuncia el 17 de octubre de 1865:
“Mi general (Castagny):
El correo que acaba de llegar me trae su carta confidencial del 7 de octubre [la que le ordena regresar a Durango. N. del A.]. Veo con dolor que hay que abandonar Chihuahua al enemigo.
No creo exagerar las consecuencias de tal retirada al afirmar que va a dar un nuevo alimento a la guerra, que tomará el carácter de una lucha nacional.
Pero lo que, más que todo, me es desagradable es que he tenido acá, de manera inocente, el papel de burlador; vine, en nombre de Francia, en nombre del emperador Maximiliano, a ofrecer la paz. la seguridad. la protección de nuestras armas, a una población oprimida por Juárez y sus partidarios.
Según las instrucciones de mis jefes. he organizado al país, sustituyendo las autoridades juaristas por hombres de paz, a los cuales pedí su adhesión al régimen imperial (.) Gané las poblaciones indigenas de la Sierra en un movimiento de regeneración: les hice combatir a los disidentes en el interés de la causa imperial: y resulta que hoy tengo que abandonar a los excesos y a las venganzas de los liberales miles y miles de pobre gente. que confiaron en mi palabra (…)
Por cierto, los motivos de nuestra retirada han de ser muy poderosos.» ya que exigen del ejército francés un paso atrás que compromete su honor.
No me corresponde apreciar dichos motivos: me toca obedecer. Pero
prefiero romper mi espada antes de mancharla.
Le ruego por lo tanto, mi general, relevarme de mi mando (…)
Presentaré mi renuncia si es necesario.
Por lo menos, nadie podrá decir que he abandonado a unos infelices, después de haberlos engañado, que me retiré frente a un enemigo imaginario o sin combatir. Y, si como lo imagino, las poblaciones se levantasen poco a poco. detrás de nosotros. nadie podrá decir que perdí. por mi debilidad. los frutos de la intervención y precipité la retirada del ejército francés (…)
Tengo la conciencia tranquila cuando asumo toda la responsabilidad de una resistencia que calificarán de oposición o indisciplina. Si usted juzga que debemos obedecer inmediatamente, quíteme el mundo para darlo al coronel (Simon) Carteret (Trécourt), para que conste que he resistido una orden que me deshonra”.
Castagny transmitió esa carta al mariscal Bazaine y dio la orden a Brincourt de conservar el mando, hasta llegar a Durango. Furioso, Brincourt viajó a México y pidió seis meses de licencia «por razones de salud«. Cuando le fue concedida, escribió a su familia: «es muy probable que no volveré a México«. Así fue.
En privado, había escrito:
“Santa Rosalía [Chihuahua], 24 de octubre de 1865.
Queridos padres:
Todo indica que nuestra salida produjo el más triste efecto. Nos han extrañado todos, hasta los liberales rabiosos que temen los excesos de sus propios jeles y empezaban a humanizarse un poco. Los habitantes y especialmente las habitantes han logrado quedarse con unos 20 soldados míos que han desertado (cosa inaudita en el ejército francés), convencidos de que nuestras tropas no volverán más y en la esperanza de vivir felices aquí. Los empleados de las administraciones instalados por mí nos han acompañado. Nos sigue un convoy de pobres diablos. de mujeres y de niños, a los cuales hago dar cada día el ordinario del soldado, que duermen bajo tiendas de campaña o debajo de carros, asados de día, congelados de noche. ¿Se me parte el alma!
Me dicen: ‘¿por qué vinieron ustedes? ¿Por qué nos hicieron reconocer a un emperador que no se preocupa por nosotros? ¿Por qué meternos en unas administraciones que no deben funcionar y exponernos o la venganza de nuestros enemigos políticos? ¿Por qué hacernos apreciar el valor, la honestidad de vuestros soldados? ¿Por qué prometernos su apoyo, ya que se los llevan y nos abandonan?
‘Los seguiremos, comeremos sus sobras, antes que caer en manos de los chinacos. Protéjanos, dénos de su galleta aceda y los bendeciremos, ¡con todo y el gran mal que ustedes nos han causado!’.
¿Qué contestar? (…) Me dan la orden de volver a Durango y se obstinan en no decirme por qué. ¿Tengo que adivinar! ¿Qué pasa? ¡No sé! Resistí cuanto pude.
Rogué me relevaran del mando, escribi que no podia entregar una provincia conquistada al enemigo, sería como entregar las armas: que preferiría romper mi espada antes que mancharla. Se me exige ejecutar las órdenes, sin perseverar más en mi desobediencia y el Mariscal me da permiso de ir a México, con licencia, acá me dará, quizá, la clave de esa política que me cubre de lodo a lo largo de mi marcha.
Los oficiales de la campaña de Sonora, Sinaloa, Tepic. los que comprometieron a Tánori y a Lozada, sintieron la misma vergüenza. Bonneau du Martray escribe el 18 de julio de 1866, desde San Luis Potosi:
“Hace dos años las tropas francesas, al entrar a San Luis, fueron cubiertas de flores.
La recepción de hoy fue gélida. Y eso que era el mariscal en persona quien hacia su entrada. Hace dos años, creían que traíamos la paz y la prosperidad (…) Los que nos odiaban al principio, nos maldicen ahora, porque los hemos engañado. Nuestra bandera se va a retirar humillada y corrida por las amenazas de Estados Unidos”.
Con un post scriptum, del 20 de julio: *’Honte sur toute la ligne!» (¡Vergüenza, pura vergüenza!)».
Finalmente, los franceses volvieron a su país y poco tiempo después fueron derrotados por Prusia en una guerra que derribó el trono del emperador Napoleón III, el hombre que embarcó a Francia en una campaña que, tras costar miles de muertos y francos, terminó de forma ignominiosa para los galos.

Basado en Jean Meyer: “El gran juego o ¿Qué estamos haciendo aquí?” (1861-1867)
Por PanchoVillaMx