Vinieron por Villa y se llevaron arqueología: un saqueo estadounidense

Texto de Daniel Salinas Córdova

En el verano de 1916, tras largas semanas de inactividad entre los pastizales y matorrales del noreste de Chihuahua, un grupo de soldados estadounidenses decidió explorar y excavar varios de los múltiples montículos que se encontraban a los alrededores de su campamento para combatir a un enemigo inesperado: el aburrimiento.

Encontraron restos de muros, puertas y entierros humanos, así como numerosos objetos: vasijas de cerámica, herramientas de piedra y cascabeles de cobre que formaban parte de un ajuar funerario.

Lo que los militares desenterraron eran huellas materiales de la cultura prehispánica de Paquimé con alrededor de 800 años de antigüedad. Pese a que los involucrados sabían que era ilegal, cerca de 600 piezas excavadas fueron trasladadas al Instituto Smithsonian en Washington D.C., donde más de 150 permanecen hasta la fecha.

La historia de cómo tropas estadounidenses terminaron excavando sitios arqueológicos mexicanos y exportando ilegalmente los artefactos desenterrados comienza con el célebre revolucionario Doroteo Arango, mejor conocido como Pancho Villa, y su ataque al pueblo estadounidense de Columbus, Nuevo México, en la madrugada del 9 de marzo de 1916.

No hay un consenso respecto a las razones detrás de la agresión de Villa: algunos apuntan que fue debido al reconocimiento del gobierno de Venustiano Carranza por Washington y en respuesta al apoyo yanqui a los carrancistas en la Batalla de Agua Prieta, en la que los villistas fueron duramente derrotados a finales de 1915; otros mencionan que fue un castigo contra un comerciante en Columbus que no les había entregado armamento y municiones ya pagados. Razones aparte, el asalto a aquel pequeño pueblo a escasos cinco kilómetros de la frontera con México, una de las poquísimas ocasiones en las que Estados Unidos ha sido agredido en su propio territorio, dejó ocho soldados y diez civiles estadounidenses muertos, así como el incendio y la destrucción de prácticamente todo el poblado.

Prontamente el gobierno de Woodrow Wilson ordenó una expedición punitiva en la que el ejército norteamericano invadió México en persecución de Villa.

Así, el 15 de marzo de 1916, diez mil soldados estadounidenses, bajo el mando del general John Pershing, cruzaron la frontera adentrándose en Chihuahua tras la pista del “Centauro del Norte”. Esto ocasionó una ola de repudio popular y una crisis diplomática entre los gobiernos de Carranza y Wilson. Las tropas norteamericanas establecieron su cuartel general en Colonia Dublán, muy cerca de Casas Grandes, y montaron otros cuarteles y campamentos en la zona al noroeste del estado.

En los primeros momentos de la campaña hubo varios enfrentamientos y escaramuzas entre estadounidenses y mexicanos, tanto villistas como constitucionalistas fieles a Carranza: el 19 de marzo el mismo Villa resultó herido en una pierna y pasó los siguientes meses ocultándose en una cueva y exitosamente evadiendo a sus perseguidores.

Simultáneamente, las autoridades mexicanas buscaban, de manera diplomática y sin éxito, que las tropas de Pershing salieran del país. La Batalla de El Carrizal del 21 de junio, en la que los norteamericanos fueron vencidos por tropas carrancistas, fue uno de los puntos más álgidos de la expedición.

Pese a las altas tensiones, a partir de esa derrota estadounidense se retomaron las negociaciones diplomáticas, ya que ninguna de las dos naciones quería que se desatara una guerra a gran escala. Washington le ordenó a Pershing parar todas las acciones ofensivas y que las tropas permanecieran en sus cuarteles.

Finalmente, y tras once meses en México, la expedición punitiva fracasó en su objetivo de capturar a Villa.

Debido a las negociaciones diplomáticas y ante la inminencia de la entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial, las tropas norteamericanas se retiraron del territorio mexicano el 5 de febrero de 1917. En los meses de inactividad entre la Batalla del Carrizal y ese momento fue que el ejército yanqui en Chihuahua enfocó su tiempo y esfuerzos a luchar en contra de nuevos adversarios: el hastío y aburrimiento. Pershing aprovechó ese tiempo para realizar ejercicios y entrenamiento que resultaron muy útiles meses después en la gran guerra al otro lado del Atlántico, pero también impulsó una serie de actividades de ocio como la organización de funciones diarias de cine o torneos de béisbol, futbol y polo en los principales cuarteles.

Sin embargo, esto no fue lo único que los invasores hicieron en aquellos meses de tedio y quietud para mantenerse entretenidos. En un pequeño y aislado campamento situado en la entrada del valle de San Joaquín, a casi 40 kilómetros al sureste de Casas Grandes, soldados de la tropa K del 17 Regimiento de Infantería del Ejército Estadounidense dirigieron su atención a un número de sitios arqueológicos que ahí encontraron con autorización del General Pershing.

Bajo la dirección de los capitanes John Womack Wright y Alexander T. Cooper, del cuerpo médico, y con la asistencia del primer teniente J. Warren Weissheimer, durante tres o cuatro meses hasta 50 soldados estadounidenses exploraron 13 montículos en diferentes puntos del valle, excavando y saqueando al menos siete distintos sitios que contenían estructuras habitacionales, entierros, terrazas, corrales y hasta hornos mezcaleros, todos correspondientes a la cultura Paquimé o Casas Grandes del periodo medio, la cual habitó esos territorios entre los siglos XIII y XV de nuestra era.

Sin embargo, este no fue un saqueo arqueológico común, pues en sus exploraciones de los montículos arqueológicos los militares llevaron un detallado registro de sus actividades, mapearon la zona y los sitios y realizaron un reporte de sus actividades.

Esto es sorprendente pues ninguno de los soldados contaba con formación arqueológica —disciplina que en aquella época se encontraba aún en sus albores para las zonas culturales de Aridoamérica—.

El punto clave aquí es que Wright, Cooper y Weissheimer tuvieron ayuda, ayuda profesional. En agosto de 1916, Cooper contactó al Instituto Smithsonian en Washington D.C. —el grupo de museos y centros de investigación más importante de Estados Unidos— para preguntar si estaban interesados en los artefactos que estaban recolectando en Chihuahua. Como era de esperarse, el Smithsonian resultó estar muy interesado, y a partir de ahí continuó el intercambio epistolar entre personal del instituto y los militares.

El arqueólogo Jesse Walter Fewkes, un destacado especialista en la arqueología del suroeste americano que trabajaba en el Smithsonian, asesoró a Wright, Cooper, Weissheimer y sus hombres, enviándoles materiales bibliográficos de referencia.

Los empleados del instituto, quienes tenían conocimiento previo al respecto, advirtieron a los excavadores que remover bienes arqueológicos violaba las leyes mexicanas en materia y les recomendaron que mantuvieran un perfil bajo. Efectivamente, en la Ley sobre Monumentos Arqueológicos de 1897, vigente en ese entonces, se establecía que los monumentos arqueológicos del país eran propiedad de la nación y no podían ser explorados, removidos o restaurados sin autorización, lo mismo que la exportación de antigüedades de origen mexicano.

En el reporte mencionado, escrito por Weissheimer y actualmente resguardado junto con 50 fotos de la excavación en los Archivos Antropológicos Nacionales del Smithsonian, se detallan las actividades y los descubrimientos arqueológicos realizados, así como algunas interpretaciones sobre la naturaleza de los vestigios que desenterraron y las personas que los construyeron y habitaron.

Pese a su ilegalidad y el saqueo que conllevó, resulta irónico que las excavaciones de aquellos soldados invasores en el valle de San Joaquín, a mediados de 1916, resultaron en uno de los primeros estudios arqueológicos realizados en Chihuahua, sin proponérselo.

Por ejemplo, una de las estructuras más grandes que excavaron contaba con hasta 14 cuartos, orientados a los puntos cardinales. Los complejos habitacionales tenían gruesas paredes de adobe, pisos duros y perfectamente nivelados, y puertas en forma de “T”, muy características de la cultura Paquimé. También registraron cocinas, áreas de cultivo y talleres de producción de herramientas líticas.

Entre los numerosos objetos que encontraron había muchas ollas de cerámica, algunas bellamente decoradas con figuras geométricas, molcajetes y metates de piedra, y herramientas de piedra como hachas o puntas de flecha. También hallaron un ídolo en forma de gato o perro sentado de 60 cm de largo y 25 de ancho.

Además de las estructuras y estos objetos, los militares encontraron entierros humanos, destacando uno en el que dos individuos de sexo indeterminado estaban depositados, cubiertos con un metate y acompañados por un rico ajuar funerario de ollas policromas, cuentas de concha y piedra verde, puntas de flecha, semillas de maíz y otros lujosos objetos. Uno de los esqueletos tenía alrededor del cuello 20 pequeñas campanas de cobre. El eterno descanso de esos dos individuos fue interrumpido: los estadounidenses profanaron sus tumbas y tomaron los objetos con los que fueron enterrados como curiosidades antropológicas, seguramente desechando sus huesos.

Siguiendo indicaciones de los especialistas en Washington, los soldados se aseguraron de no recolectar objetos repetidos y juntaron una muestra representativa de lo que encontraron. Mediante caravanas de camiones —algo entonces novedoso para el ejército estadounidense, que usó vehículos motorizados por primera vez en aquella expedición punitiva— los artefactos recolectados por Wright, Cooper, Weissheimer y compañía fueron transportados a Columbus, Nuevo México.

Acompañados por una misiva del General Pershing, en febrero de 1917, casi seiscientos artefactos provenientes de las excavaciones en el valle de San Joaquín y otras realizadas cerca del cuartel en Colonia Dublán fueron entregadas al Museo Nacional de Historia Natural del Instituto Smithsonian.

Tanto los oficiales militares, incluyendo al mismo Pershing, como los empleados del Smithsonian involucrados sabían que este traslado de bienes arqueológicos y la excavación irregular de donde provenían violaban las leyes mexicanas. Pero esto no les importó: los artefactos pasaron a formar parte de las colecciones del museo, donde puede que algunas hayan sido expuestas en la década de 1920.

Al hoy buscar en el catálogo digital de las colecciones del Departamento de Antropología del Museo Nacional de Historia Natural del Smithsonian, se enlistan un total de 154 lotes registrados provenientes de las excavaciones del valle de San Joaquín. En las descripciones es fácil identificar muchos de los artefactos mencionados en el reporte de Weissheimer; sin embargo, no hay registro de la escultura de animal en piedra y sólo cuentan con cuatro de las campanas de cobre.

No parece que ninguna de las piezas catalogadas esté en exhibición. Además de las cuestiones éticas y morales en torno a las circunstancias de su excavación, todas esas piezas arqueológicas salieron de su lugar de origen de manera ilegal y por lo tanto deberían de ser restituidas a México —específicamente a Chihuahua— en donde pertenecen.

Hace apenas unas semanas, el 3 de mayo de 2022, el Smithsonian anunció la adopción de nuevas políticas que autorizan la devolución de piezas de las colecciones de sus museos constituyentes que fueron saqueadas o adquiridas de maneras no éticas.

Esto se considera un paso importante en las discusiones sobre los legados coloniales en los museos del norte global; así como en los cambios en torno a la restitución y devolución de objetos culturales que fueron robados, saqueados, tomados bajo coerción o removidos sin el consentimiento de sus dueños en el pasado.

La misma institución ha anunciado sus planes de devolver la mayoría de los Bronces de Benín de sus colecciones a Nigeria y ahora, con estas nuevas políticas, busca ser un ejemplo a seguir para otros centros culturales en Estados Unidos y el mundo.

Por su parte, en los últimos años el gobierno mexicano, bajo la administración de Andrés Manuel López Obrador, ha incrementado los esfuerzos y la visibilidad mediática para recuperar bienes culturales del patrimonio cultural mexicano situados en el extranjero y luchar contra su tráfico y comercialización.

A diferencia de muchos otros, en el caso del saqueo de los sitios arqueológicos en Chihuahua por miembros de la expedición punitiva estadounidense contra Pancho Villa hay gran claridad y amplia documentación que comprueba la ilegalidad de la excavación y exportación de los artefactos que terminaron en Washington.

Esperemos que, con las aparentes condiciones favorables actuales, ese mal pueda ser rectificado y que las piezas regresen a México, donde podrían exhibirse e integrarse a las colecciones del Museo de las Culturas del Norte junto a la Zona Arqueológica de Paquimé para que puedan ser conocidas, disfrutadas y estudiadas por chihuahuenses, mexicanos y demás visitantes.

Referencias

Brenner, S., y Bridgemon, R. R. 2012. San Joaquin Canyon and the 1916 Punitive Expedition. Journal of the Southwest, 54(1), 47–57.

Cruz Antillón, R., y Maxwell, T. D. 2009. Arqueología en tiempos de guerra: La Misión Punitiva. Espaciotiempo. Revista Latinoamericana de Ciencias Sociales y Humanidades, (3), 22–41.

Kelley, J. H., Phillips, D. A., MacWilliams, A. C., y Cruz Antillón, R. 2011. Land use, looting, and archaeology in Chihuahua, Mexico: A speculative history. Journal of the Southwest, 53(2), 177–224.

Tomada de EstePais.