Malditos Vecinos. Estados Unidos y México: la frontera imposible

Por Juan Pérez Ventura

La importancia de la historia, y especialmente la importancia de la demografía, quedan evidenciadas con claridad en las relaciones entre Estados Unidos y México.

Trazadas artificialmente, las fronteras no pueden separar los lazos familiares, culturales, lingüísticos o sociales. En el caso que nos ocupa en este capítulo de ‘Malditos vecinos’, la juventud de la frontera hace que su efectividad sea meramente diplomática. Los mexicanos vivían allí antes del establecimiento del límite internacional, y siguen viviendo allí, a ambos lados de esa línea imaginaria. Una línea imaginaria, pero no invisible: tiene forma de muro.

El mismo año en que Estados Unidos y el Reino de España firmaron el Tratado de Adams-Onís, que fijaba la frontera entre el joven país americano y las posesiones de la vieja potencia europea, la titularidad de aquellas tierras cambiaron de manos. En 1821 los mexicanos ganaron su independencia tras once años de guerra, y los inestables gobiernos que se sucedieron tuvieron que gestionar un enorme territorio de cinco millones de kilómetros cuadrados. El tratado firmado por España fue ratificado por el presidente mexicano y el estadounidense en 1832, en lo que parecía un acuerdo que pondría fin a cualquier malentendido.

México gozaba de una extensión mayor que la de Estados Unidos en aquel momento, algo que la llamada «doctrina del destino manifiesto» no podía concebir. Esta idea, defendida por intelectuales, políticos, militares y empresarios estadounidenses durante todo el siglo XIX, se basaba en una premisa bien sencilla: Estados Unidos es una nación destinada a expandirse, por la Gracia de Dios.

Una creencia bien anclada en la mentalidad de los habitantes de la joven nación incluso antes de que ésta naciera. En 1630 el ministro puritano John Cotton ya predicó en las ciudades de Nueva Inglaterra la idea de que «ninguna nación tiene el derecho de expulsar a otra, si no es por un designio especial del Cielo como el que tuvieron los israelitas».

La voluntad divina se antoja como un buen argumento para iniciar guerras y conquistas, y así lo entendió el periodista neoyorquino John L. O’Sullivan en 1845, cuando aseguró desde su influyente columna del Democratic Review: «el cumplimiento de nuestro destino manifiesto es extendernos por todo el continente que nos ha sido asignado por la Providencia». Bajo esta interpretación del destino y de las relaciones internacionales se entiende que, en 1846, Estados Unidos entrara en guerra con México.

Sin embargo, los hechos y las acciones concretas suelen ser motor de cambio con más fuerza que las ideas. La doctrina del destino manifiesto sin duda dio un marco mental y moral perfecto para iniciar conquistas por parte del Gobierno estadounidense, pero en el caso de la guerra con México fue un elemento mucho más puntual el que motivó el estallido de las relaciones: la incorporación de Texas como el Estado número 28 de Estados Unidos el 29 de diciembre de 1845. El territorio texano formaba parte de México desde 1821, si bien su realidad social había provocado una revolución en 1836, con la formación de un país independiente llamado República de Texas, no reconocido por el Gobierno mexicano.

Porcentaje de población mexicoamericana

La República de Texas (1836-1845) surgió como resultado de una Constitución mexicana muy centralista y de una demografía dominada por los angloparlantes. Este territorio quedaba entre Estados Unidos y México, y contaba con una población heterogénera: 10.000 mexicanos, 20.000 indios nativos y 70.000 colonos estadounidenses. México siempre consideró a Texas dentro de sus fronteras, pero desde la revolución de 1836 los sucesivos gobiernos no habían hecho mucho por demostrar que, efectivamente aquel territorio se encontraba bajo su mando. La atención y el interés por el desierto texano —repleto de petróleo— se despertó cuando el Congreso de Estados Unidos aprobó incorporar Texas como un Estado más de la Unión. Entonces, el Gobierno de México no lo dudó y declaró la guerra a su vecino del norte.

La formal declaración de la guerra en 1846 cayó como una gran noticia en Washington, desde donde se ordenó inmediatamente movilizar al ejército. Como si hubiera estado planificado, las fuerzas estadounidenses invadieron el territorio mexicano desde distintos puntos. Bloquearon varios puertos y acometieron una verdadera campaña de conquista de dimensiones masivas. Lo que iba a ser una guerra por el territorio de Texas se convirtió en una lucha por la anexión de todo México. El Gobierno mexicano no esperaba una reacción como esa y no pudo responder militarmente. La breve guerra terminó en 1848.

Los resultados de la intervención estadounidense fueron desastrosos para México, que perdió el 50% de su territorio. La presión demográfica era insostenible, y los 20 millones de habitantes estadounidenses impusieron su peso en el continente frente a los apenas 9 millones de mexicanos, concentrados especialmente en las zonas del sur del país.

La superioridad armamentística e industrial fue clave en la resolución del breve conflicto, que dejó 1700 muertos en el bando estadounidense y alrededor de 5000 dentro del ejército mexicano. El tratado de Guadalupe-Hidalgo firmado entre los dos gobiernos el 2 de febrero de 1848 estableció el traspaso de California, Nevada, Utah, Nuevo México, Texas, Arizona, Colorado, Wyoming, Kansas y Oklahoma a cambio de 15 millones de dólares por los daños causados. Solo el tiempo ayudaría a entender las dimensiones de la humillación que había sufrido México y de la enorme ganancia que obtenía Estados Unidos.

El tratado ayudó también a fijar la frontera entre los dos países, que se estableció en el río Bravo y sigue vigente hoy en día. Durante las últimas décadas del siglo XIX las relaciones fueron más o menos buenas, con momentos de cooperación como el Porfiriato (1876-1910), cuando ambos gobiernos iniciaron una lucha contra los indios apache liderados por Gerónimo.

Pero la relación de malditos vecinos volvió a emerger en 1914, con una nueva invasión estadounidense en territorio mexicano. El 21 de abril varios buques de la marina estadounidense tomaron el puerto de Veracruz para evitar la llegada un cargamento de armas para el ejército federal. Realizado en plena Revolución mexicana (1910-1917), Estados Unidos demostraba con este movimiento su apoyo a los grupos revolucionarios en contra del Gobierno mexicano.

Más de 300 mexicanos murieron a manos de los invasores, frente a los 22 soldados estadounidenses fallecidos. La ocupación de Veracruz finalizó en noviembre de 1914. El poco respeto del Gobierno estadounidense a las fronteras internacionales se confirmó tan solo dos años después, con una nueva incursión en el territorio mexicano. Una expedición de 10.000 soldados del Ejército se adentró en México en busca del líder revolucionario Francisco Villa. Los choques con las fuerzas mexicanas causaron 500 muertos entre las filas estadounidenses, que se retiraron en febrero de 1917.

Durante los años treinta las relaciones mejoraron gracias al comercio y a los intereses económicos de empresas estadounidenses como la petrolera Standard Oil, con importantes inversiones en México. Incluso cuando el Gobierno de Lázaro Cárdenas expropió una gran cantidad de tierras propiedad de estadounidenses, Franklin D. Roosevelt prefirió no abrir una crisis diplomática para no interrumpir el comercio entre las dos naciones.

El estallido de la Segunda Guerra Mundial también ayudó al establecimiento de buenas relaciones, ya que México firmó un acuerdo de colaboración con Estados Unidos, que compró grandes cantidades de metales mexicanos. En 1942 se inició el Programa Bracero, una iniciativa de ambos gobiernos para trasladar campesinos mexicanos a campos agrícolas estadounidenses.

El desempleo se reducía en México y la productividad aumentaba en Estados Unidos. Aunque estuvo vigente hasta 1964, el programa fue duramente criticado por mantener a los trabajadores en condiciones de esclavitud. Los 4,5 millones de braceros mexicanos presentes en los Estados del sur de Estados Unidos no lo sabían entonces, pero con el tiempo su peso demográfico se revelaría muy importante.

Siguiendo con las buenas relaciones, en 1994 entró en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés), con el objetivo de eliminar las barreras del comercio. Irónicamente, ese mismo año, el Gobierno de Bill Clinton acometió un importante proyecto de ampliación de la valla que la anterior administración había levantado entre San Diego y Tijuana. A partir de 1994 la frontera se blindó y militarizó, en un claro mensaje contra la inmigración. Si el Tratado NAFTA daba la bienvenida a las inversiones, el muro fronterizo rechazaba a las personas.

La frontera terrestre entre los dos países se alarga durante 3185 kilómetros, entre la desembocadura del río Bravo en el golfo de México hasta la ciudad de El Paso. Tras una nueva ampliación en 2006, una enorme valla recorre la mayor parte de la frontera para evitar la inmigración ilegal. Alrededor de 20.000 miembros de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos vigilan día y noche la valla. Sin embargo, el flujo de personas es imparable en su totalidad, y 5 millones de inmigrantes irregulares mexicanos han conseguido instalarse en su vecino del norte. Durante el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX este material fue utilizado principalmente en zonas de clima extremo.

El número de mexicanos en Estados Unidos se estima en torno a los 40 millones, entre ciudadanos estadounidenses (nacidos en el país) de ascendencia mexicana y ciudadanos mexicanos inmigrantes (legales e irregulares). California y Texas, con 12 y 8 millones respectivamente, son los Estados que más población mexicana albergan.

Pese a existir desde los años noventa, el muro fronterizo cobró importancia especialmente a partir de 2015 con la campaña electoral de Donald Trump, que consiguió llegar a la Casa Blanca con un discurso muy centrado en la política migratoria y en la relación con México. Famosas son ya sus palabras asociando a los mexicanos con el crimen y su propuesta de levantar un nuevo muro de hormigón impenetrable.

Hablando de mexicanos violadores, narcotraficantes y de cómo robaban el trabajo a los estadounidenses Trump consiguió más de 60 millones de votos (entre los que se contaba un sorprendente 30% del voto latino).

El pueblo estadounidense reveló su recelo hacia el vecino del sur escogiendo un Gobierno decidido a enfrentarse a México. El presidente Trump inició la construcción del nuevo muro con la orden ejecutiva 13767, firmada el 25 de enero de 2017. A partir de ese momento estalló una grave crisis diplomática entre los dos países, ya que desde la Casa Blanca se repetía con insistencia en que el muro lo iba a pagar México.

El presidente mexicano Enrique Peña Nieto canceló una reunión que tenía con Donald Trump y ambos mandatarios anunciaron subidas de impuestos a los productos vecinos. El muro no sólo era la representación física de una ruptura, sino un claro mensaje proteccionista por parte de Estados Unidos, tanto en plano económico como en el social.

Trump se propuso corregir el déficit comercial que sufría Estados Unidos con respecto a México abandonando el Tratado NAFTA, y en abril de 2018 el Fiscal general Jeff Sessions anunció una política de tolerancia cero en materia migratoria. Entonces, el escándalo de la separación de familias migrantes indignó a medio mundo. A Trump poco le importaba, siguiendo su leitmotiv de «America First».

Tras dos años de crispadas relaciones diplomáticas, el 1 de diciembre México vivió un cambio político histórico con la llegada de Andrés Manuel López Obrador a la Presidencia. Desde entonces, en tan solo un año, el popular AMLO, como a veces se le denomina, ha rebajado notablemente la tensión con su vecino. Ante la llegada de la caravana de migrantes desde Honduras y Guatemala con destino a Estados Unidos la pasada primavera, AMLO respondió a las demandas de Trump enviando 6000 soldados de la Guardia Nacional a la frontera sur de México para frenar el flujo migrante. En su discurso en Naciones Unidas en septiembre, Trump evidenció un cambio en las relaciones: «Quiero agradecer al presidente López Obrador de México por la gran cooperación que estamos recibiendo». Pese a las amenazas de deportaciones de inmigrantes mexicanos ilegales en Estados Unidos, AMLO ha repetido en varias ocasiones que las relaciones con Washington son buenas.

Este rápido giro en el tono ha sorprendido a más de un analista, que no esperaban que un político de izquierdas como López Obrador y un populista conservador como Trump pudieran llegar a tal nivel de entendimiento y cooperación. Sin embargo, en las relaciones internacionales actuales la lucha entre el globalismo y el nacionalismo está tejiendo curiosas alianzas, y la protección de las fronteras es una cuestión que se ha demostrado transversal a las ideologías, motivada por el miedo al extranjero.

En cualquier caso, el problema de fondo no tiene que ver con la inmigración que llega desde Centroamérica o desde el propio México, sino con la hispanización de Estados Unidos, un proceso imparable que no debería extrañar a nadie. El peso de la historia y las tasas de natalidad juegan a favor de México, y no hay muro que pueda ocultar la realidad.

Tomado de descubrirlahistoria.es