La Revolución de 1810
¿Incendiar haciendas y ayuntamientos?, ¿quemar archivos, liberar presos?, ¿dilapidar la riqueza que se presenta en forma de cañaverales o minas?, ¿cortar cuellos?
Estas conductas irracionales para las élites de 1810 (o 1911 o 2016) son el símbolo visible de la insurrección popular, del pueblo en armas.
De la gente que decide sublevarse contra la opresión. Pero durante las últimas décadas, para los historiadores académicos de la Independencia el “pueblo” era una figura retórica del patriotismo: lo que había en realidad “era una multitud de grupos sociales… que vieron sin comprender la revolución política que sacudió al Caribe a partir de 1789 y al resto del continente a partir de 1808”. No fue “el pueblo” el que hizo la independencia: si acaso, “los pobres y marginados participaron” como carne de cañón.
Frente a esa versión, Luis Fernando Granados se propone demostrar que la inexistencia del “pueblo” de la mitología nacionalista, “no supone la inexistencia de un conjunto de pueblos con experiencias y aspiraciones distintas y enfrentadas a las de quienes detentaban el poder”. También busca comprender en qué consistió, no la “participación popular” en la Independencia, sino las razones y objetivos por los que se movilizó la gente.
Para ello, Granados define a los “pueblos”, marcados por experiencias y variables político-jurídicas, étnicas, geográficas, económicas y de género. “Pueblos” formados por personas que deciden sublevarse; decisión que, si bien responde a contextos específicos es personal. Entre los aspectos de la realidad que influyeron en ella destacan los biográficos, sicológicos, íntimos, que llevan a cada cual a tomar partido; también las condiciones concretas de vida y, por supuesto, la posibilidad de sumarse a un tumulto, una revuelta o una revolución: “la oportunidad de transformar sus circunstancias de subordinación y explotación”.
Hay un espejo en el que Granados mira la formidable insurrección de 1810: la revolución de los esclavos de Sainte-Domingue en 1789-1804, que no llamaba a la “reorganización del mundo” sino a “la creación de una nueva sociedad”. La segunda fase de ese ciclo revolucionario inició en septiembre de 1810, cuando “un chingo” de indios, mestizos y castas, arrasan con la capital mundial de la plata, realizan “una carnicería”, y destruyen el complejo minero-agrícola del Bajío, que en 1810 era la región más capitalista de la América española, como veinte años atrás los esclavos rebeldes destruyeron la economía colonial más próspera del continente.
Así, en México, más allá de los proyectos de los caudillos criollos de la primera o la última hora, se conseguirá “la Independencia, sí, pero especialmente la desaparición del orden estamentario colonial”: ni esclavos ni tributarios habrá en México independiente.
La destrucción del régimen económico del ingenio y la mina derivó en la ruralización de la política y la campesinización de la vida pública. Las revoluciones, tan destructivas (y mortales) para la economía de las élites, ¿se traduce, para el pueblo, en liberación?, ¿el debilitamiento de los mercados internacionales trajo consigo un aumento en el valor del trabajo, es decir, de la vida? Granados encuentra que en algunas regiones “la Independencia como proceso social desde abajo sí resultó en una modificación sustantiva de la relación colonial”.
En el Bajío, los campesinos sin futuro que se lanzaron masivamente a la revuelta, se convirtieron en rancheros que se alimentaban a sí mismos y no a los amos y a las minas. La insurrección de 1810 rompió el orden colonial (en contra de los revisionistas, Granados propone que el régimen español era colonial, con todas sus letras).
Lo que ocurrió en México en 1810 fue un movimiento político que rompió el régimen colonial que se expresaba en la explotación económica y el dominio político expresado en términos culturales. Los campesinos “se alzaron en armas con propósitos políticos, sociales y económicos que sus líderes apenas comprendían. La abolición del tributo fue acaso la victoria popular más contundente de esa movilización autónoma; el colapso del orden colonial, su consecuen¬cia más duradera.”
Los revisionistas desde la academia y los falsificadores desde los medios, habían hecho que se nos olvidara. Nos presentaron al pueblo como “un rebaño de ovejas detrás de su cura carismático”. Hacía falta que nos recordaran la dimensión popular y revolucionaria de aquel cataclismo, así como la acción consciente del pueblo, de “los pueblos” en contra de la opresión económica, política y cultural. La movilización de pardos, mestizas, laboríos, indias de pueblo, vagos, mulatas “fue ostensiblemente política al mismo tiempo que fue decididamente anticolonial, y por ello también revolucionaria”.
Reseña de Luis Fernando Granados, «En el espejo haitiano: Los indios del Bajío y el colapso del orden colonial en América Latina», México, Ediciones Era, 2016.
Pedro Salmeron.