Desde 1879 fuentes oficiales reconocieron que muchos alimentos se vendían adulterados en gran parte de la República, en especial dentro de la Ciudad de México, y que consumirlos representaba un peligro para su población: el frijol quemado se llegó a vender como café, y la carne de caballo viejo como de ternera.

Aún en 1896 se afirmaba que los pasteles se elaboraban con cromato de plomo en vez de huevo; la carne era muy dura, a los vinos se les solía agregar ácidos y vinagre; a la leche, agua y sesos de carnero para hacerla más espesa; el café era adulterado con garbanzo y sobras de pan y los cereales se vendían casi siempre picados por el gorgojo.

Los productos importados corrían la misma suerte, sin que resultara eficaz el sistema de multas que se aplicaba a los infractores de las leyes sanitarias. Si bien es cierto que el código de entonces permitía la adulteración de los alimentos, esté también ponía por condición que las sustancias empleadas no dañaran la salud, y que se advirtiera al público la índole de los productos que contenía. Por esta razón, la prensa no escatimó en sus comentarios irónicos:

“Ya parece que vemos por doquiera cumplida esta disposición: En un aparador este letrero:
“Bizcochos con cromato de plomo; en otro:
“Dulces y pastillas pintadas con anilinas y fuchina.

“Por otro lado: Carnes finas de perro y gato.
“Más allá: Leche pura con sesos, agua, almidón, etcétera.
“Por otro: Manteca de puerco con mal rojo o rancia.

“Vinos puros con salicilato.
“Pan con aceite de ajonjolí y gorgojos.
“Y finalmente: Mantequilla de pura oleomargarina, legítima de los Estados Unidos.”

Y así era, en muchos lugares había letreros como éstos: “leche con agua”, “café con azúcar y garbanzo”; una lechería prefirió ser aún más explícita: “Establo de X. Leche adulterada con agua. El primer establecimiento que ha cumplido con las prescripciones del Superior Consejo de Salubridad.” Ante esta situación, un diario se preguntó alarmado y con justa razón: “¿No es esto una burla? Por lo menos, eso parece.”

Al uso de alumbre, ácido sulfúrico y anilinas en las bebidas, se atribuía también una gran parte de las enfermedades gastrointestinales de la población, así como a la nociva mezcla de la manteca de cerdo con el aceite de algodón. Por tales motivos abundaron las quejas ante el Consejo Superior de Salubridad, quien respondió que nada podía hacer para evitar semejante situación, ya que el código vigente la autorizaba.

No fue sino hasta marzo de 1902, que el presidente Porfirio Díaz informó que la frecuente adulteración de los alimentos lo había obligado a reformar los artículos 86, 87 y 94 del nuevo código sanitario, expedido el 1 de junio de 1894, para prohibir la adulteración de los alimentos necesarios y la venta de leche en la vía pública, que en adelante debería hacerse en locales adecuados y en condiciones higiénicas precisas.

La leche fue, muy probablemente, el alimento más generalmente adulterado, y sus expendedores eran conocidos con el nombre de “aguacateros” por la gran cantidad de agua que agregaban a su mercancía. Reconociendo todos los perjuicios que podía ocasionar la libre venta de la leche adulterada, el Consejo de Salubridad la combatió tenazmente, pero con muy pocos resultados, ya que la prensa seguía informando acerca de sus malsanos ingredientes.

Además del agua, se empleaba sebo, pepitas de calabaza, almidón y hasta sesos de perro. Poco después se calculó que anualmente se vendían unos 100,000 pesos de agua mezclada con leche, y el aumento del coeficiente de defunciones se atribuyó a la impureza del líquido con que se “bautizaba” a la leche. En 1901 llegó a darse el caso de que el agua empleada en tales tareas procedía de una acequia. En otras ocasiones, se puso en claro la existencia de vacas tuberculosas en los establos. Por una u otra razón, se concluía, solicitar leche pura era “pedir peras al almo”.

Como nada se solucionaba con simples multas, algunos periódicos independientes insistieron en la necesidad de que se aplicaran penas corporales a los infractores. Según El País, la adulteración debería castigarse en ciertos casos con una “pena igual al homicidio calificado”, porque hasta entonces la ley castigaba el homicidio con una simple chaveta, pero dejaba impune “el asesinato lento con comestibles adulterados”. Si los infractores no escarmentaban con multas ocasionales de 10 a 100 pesos, debido a que con su fraude ganaban mucho más, debían ser tratados como delincuentes vulgares.

A pesar de la entrada en vigor del nuevo Código Sanitario, algunos expendedores de leche continuaron agregando agua a su mercancia y vendiéndola en la vía pública, cosas que estimaban inocuas y de acuerdo a la legislación anterior, pero de todos modos fueron multados.

Fotografía: Hombre vendiendo leche a una mujer. Ciudad de México. Ca. 1905-10 Fototeca INAH.

Por PanchoVillaMx