Samuel Tamayo le tenía mucha vergüenza a la gente. No lo hacían hablar delante de nadie. Cuando hablaba, se ponía encendido, bajaba los ojos y se miraba los pies y las manos. No hablaba.

Cuenta Betita que siempre se iba a comer a la cocina. El general Villa no lograba hacer que se quitara la timidez. »Entre hombres no es así –le decía el general a Betita–; si lo vieras, hijita, pelea como un verdadero soldado.

Yo quiero tanto a Samuel; cuando andábamos en la sierra, cuando cruzamos Mapimí, muertos de hambre y de sed, este muchacho, hijita, tan vergonzoso como tu lo miras, venía y me daba pedacitos de tortilla dura que guardaba en los tientos de su silla. Me cuidaba como si fuera yo su padre. Mucho quiero a Samuel. Por eso te lo encargo.


Un día Samuel, aquel muchacho tímido, se quedó dormido dentro de un automóvil; Villa y Trillo también se quedaron allí, dormidos para siempre. Cosidos a balazos. Samuel iba en el asiento de atrás, ni siquiera cambió de postura. El rifle entre las piernas, el cigarro en la mano, solo ladeó la cabeza.


Yo creo que a él le dio mucho gusto morir, ya no volvería a tener vergüenza. No sufriría más frente a la gente. Abrazó las balas y las retuvo. Así lo hubiera hecho con una novia. El cigarro siguió encendido entre sus dedos, ya vacíos de vida.

Relato »el cigarro de samuel»

Por PanchoVillaMx.