¡Ah, cómo admiro a mi mamá!
Mi madre era una mujer muy sabia.
Como todas las oaxaqueñas, estaba limitada por las reglas sociales y religiosas de la época, y por lo tanto no podía ser una mujer moderna, sin embargo, era una fuerte.
Mi madre dio a luz a Disederia, a Cayetano y Pablo (que murieron poco después de nacidos), Manuela y Nicolasa, después vine yo, y al final mi hermano Felipe.
Nos trajo al mundo sin morir en el intento, ni llevar una infección en su vientre, que era algo bastante común en mis tiempos, de manera que siempre fue una mujer a la que admire mucho y más porque fue quien me crió.
¿Por qué ella y no mi padre? Porque el 18 de octubre de 1833 murió papá de una epidemia de cólera morbus que llegó a la ciudad. Fue un golpe muy fuerte para la familia, y fue mi madre quién quedó a cargo de todos nosotros. En mis tiempos no era fácil que una mujer se quedara sola, y más siendo que su esposo murió de una peste; la gente era supersticiosa, todavía creía que los pecados podían convertirse en enfermedades, o que Dios castigaba con la muerte.
Mi madre había heredado el Mesón de la Soledad, y recuerdo que de él vivimos un tiempo. Luego fuimos vendiendo las fincas de la familia, los terrenos y cualquier cosa que mi papá hubiera dejado, todo para que viviera la familia de un modo decente, al menos hasta que me convertí en el hombre de la casa. Entonces pude hacerme cargo de mi familia. Mamá me apoyó mucho en mis estudios, especialmente porque sabía que iba a seguir la carrera eclesiástica. Eso significaba que, si conseguía una capellanía, o un buen trabajo, iba a ganar mucho dinero.
Un día me llamó Don Marcos Pérez, quien fue mi mentor político, y me pidió que le diera clases a su hijo Guadalupe. Lo interesante de todo este asunto, fue que no solamente fui a dar las lecciones, sino que también hablé con Don Marcos de muchas cosas. Finalmente me invitó al Instituto de Artes y Ciencias de Oaxaca donde conocí a Benito Juárez. En ese momento supe que prefería ser abogado que sacerdote.
Mi madre estuvo muy enojada conmigo, y muchas ocasiones intentó convencerme de que no dejara el seminario, estuvo llorando tres días en la soledad de su habitación. Yo ya había tomado una decisión, ella no iba a convencerme de lo contrario, pero tampoco podía ignorar sus lágrimas ni su pena. Al tercer día fui con ella y le dije que haría lo que ella me dijera, y su respuesta fue que podía hacer lo que yo quisiera.
Seguí la carrera de leyes, sin recibirme, y eso me llevó a varias aventuras por Oaxaca y el resto del país. Mi madre siempre estuvo al pendiente de lo que hacía, y de que estuviera bien. Sé que le causaba angustia que yo tomara las armas, pero en el fondo estaba muy orgullosa de mí, de mi forma de luchar por el bienestar común.
Yo siempre estuve al pendiente de ella, de que no le faltaran sus centavos y fuera feliz.
Poco a poco empezó a enfermar, pero yo no lo supe.
Cuando yo estaba en servicio en Tehuantepec, en 1859, decidí visitarla por dos días. La vi decaída y ojerosa, pero no sabía qué tan grave se encontraba. Fue la última vez que la vi con vida. Recuerdo despedirme de ella, y que le faltaba el brillo usual a sus ojos. Creo que ella sabía que era la última vez que nos íbamos a ver.
Salí de Oaxaca y falleció dos días después.
No pude verla morir, pero ella siempre ha estado conmigo.
Su voz ha permanecido conmigo todos estos años.
Soy digno hijo de Petrona Mori.
Porfirio Díaz Mori.
Por Jorge Cabrera Vargas.